Un pis en la vía pública

Nunca olvidaré el día en el que el Ratoncito Pérez dejó de existir, ya lo sospechaba por supuesto, pero recuerdo el día en el que me arrancaron la posibilidad de seguir creyendo en algo en lo que me gustaba creer.
Me lo dijo una mujer de un millón de años que nos cuidaba a mi hermana y a mí durante un verano, en un pueblo llamado Matachana. Me lo dijo porque me odiaba, todo por haberle roto sin querer  un jarrón de su difunto marido. Me lo dijo riéndose de mí mientras servía un vinito a unos niños salvajes que mutilaban moscas en la mesa de la cocina. Esos niños serían invencibles, conocían toda la verdad, bebían vino y cagaban en las calles del pueblo.
Yo era una niña cursi, con dos ojos que le ocupaban media cara, con una enorme cabeza que sostenía torpemente un cuerpito demasiado flaco y que sin duda, no estaba preparada para el mundo real ni para cagar por las calles del pueblo.
Antes de que pudiese verbalizar con mi agudo timbre de voz la duda existente con los Reyes Magos, me lo aclararon con la crudeza de quien recibe un sopapo por sorpresa.
Aún tengo dudas de estar preparada para el mundo real y sus sopapos. Eso sí, ahora guardo mejor el equilibrio de mis extremidades y un pisicin puedo aventurarme a echar en la vía pública.
 Los años me van curtiendo.

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